Las duras penas impuestas reflejan la estrategia del gobierno para contener el auge del sacrificio ilegal, un delito alimentado por la crisis económica y la escasez de alimentos
En una sala de tribunal abarrotada y con una cobertura oficial que buscaba proyectar contundencia, la Sala Primera de lo Penal del Tribunal Provincial Popular de Artemisa dictó sentencia el 26 de septiembre en la causa No.207 de 2024. Dos hombres fueron condenados a siete y ocho años de privación de libertad, respectivamente, por los delitos de hurto y sacrificio ilegal de ganado mayor. El veredicto fue presentado por las autoridades no solo como un acto de justicia, sino como una clara “acción ejemplarizante” ante la ola de robos de reses que afecta al campo cubano.
Los hechos, según expuso el tribunal durante el juicio oral y público, se remontan a una incursión de los acusados en la zona del camino de la finca Carranza, en el municipio de Mariel. Allí, según la fiscalía, los imputados robaron, sacrificaron y procedieron a despiezar una res con el único objetivo de comercializar su carne en el mercado negro y “incrementar ilegítimamente sus patrimonios personales”. El telecentro estatal Artemisa Visión, en su cobertura, insistió en que durante el proceso se “cumplieron las garantías procesales” y se respetó el “debido proceso consagrado en la Constitución”.
Además de las largas penas de cárcel, el tribunal impuso sanciones accesorias severas: la prohibición de salida del territorio nacional una vez cumplida la condena, el comiso de todos los instrumentos utilizados para cometer el delito (machetes, cuchillos, medios de transporte) y el pago de una responsabilidad civil para indemnizar al propietario del animal por los daños económicos sufridos.
El lenguaje utilizado en el reporte oficial y el énfasis en el carácter público del juicio dejan entrever una estrategia comunicacional cuidadosamente orquestada. En un contexto nacional marcado por un desabastecimiento alimentario crónico y el alza descontrolada de los precios, el sacrificio ilegal de ganado se ha convertido en un problema de primer orden, socavando la ya debilitada producción agropecuaria y representando un desafío a la autoridad estatal sobre el control de los alimentos.
Este caso en Artemisa no es una excepción aislada, sino parte de una respuesta judicial coordinada y visible en todo el país. A fines de septiembre, el Tribunal Provincial Popular de Mayabeque condenó a 10 años de cárcel a un hombre por robo con violencia. En Ciego de Ávila, cuatro “matarifes” fueron arrestados por una red de robos sistemáticos; en Sancti Spíritus, un recluso robó y sacrificó un caballo durante un pase penitenciario; y en Holguín y Granma, se han reportado operativos similares contra redes de comercio ilegal de carne.
Incluso, la frustración ciudadana ha llevado a veces a la justicia por mano propia. En Santiago de Cuba, vecinos de Songo-La Maya atraparon a un joven que intentaba robar una vaca, lo amarraron y lo obligaron a caminar detrás de un carretón en un acto de escarnio público que recorrió varias calles, evidenciando la desesperación y la falta de fe en las vías institucionales.
Para el gobierno, estos juicios de alto perfil son un mecanismo para enviar un mensaje de control y disuadir un delito que impacta directamente en la seguridad alimentaria. Sin embargo, para muchos analistas y ciudadanos, las condenas ejemplarizantes son solo un parche que no aborda la raíz del problema: una economía deprimida, la falta de incentivos para la producción lícita y un mercado oficial incapaz de satisfacer la demanda básica de proteína, lo que convierte el hurto de ganado en una opción de supervivencia para algunos y un negocio lucrativo para otros en la ilegalidad.














