La petición del presidente ucraniano, Volodymyr Zelensky, al expresidente Donald Trump de proveer a Ucrania con misiles de crucero Tomahawk de largo alcance ha reavivado el debate estratégico sobre el nivel de apoyo militar necesario para alterar decisivamente el equilibrio en la guerra contra Rusia. Los proponentes de esta medida argumentan que representaría un punto de inflexión cualitativo, no solo cuantitativo, en las capacidades de defensa ucranianas.

La adquisición de misiles Tomahawk, con un alcance superior a los 2.400 kilómetros y una potente ojiva, conferiría a Ucrania una capacidad de disuasión profundamente estratégica. Esta tecnología permitiría a las fuerzas ucranianas amenazar objetivos logísticos y de mando rusos muy detrás de las líneas del frente, incluyendo bases aéreas en Crimea e incluso instalaciones dentro del territorio ruso continental. La mera posibilidad forzaría una reorganización logística masiva del ejército ruso, alejando sus centros de operación de la frontera y reduciendo su capacidad para lanzar ataques aéreos contra población civil ucraniana.
Según analistas, la transferencia de este armamento enviaría una señal de compromiso inquebrantable de Estados Unidos y sus aliados, potencialmente suficiente para llevar a Vladimir Putin a la mesa de negociaciones desde una posición de debilidad. La perspectiva de una derrota militar más amplia y una humillación doméstica podría verse como un riesgo mayor que la concesión de acuerdos. Sin embargo, los detractores advierten de los riesgos de una escalada impredecible, argumentando que Moscú podría interpretar este paso como una participación directa y responder con medidas asimétricas. El debate, por tanto, se centra en si el beneficio táctico de acortar la guerra supera el riesgo estratégico de una intensificación del conflicto a una escala aún mayor.













